¿Qué
tipo de mujer habrá sido Lina Bo Bardi para proyectar en el año 1947 un
edificio como el del Museo de Arte de San Pablo (MASP)?
O
¿Qué tipo de sociedad fue la que favoreció que esto sucediera?
La
contundencia de los volúmenes parece ser el dibujo veloz, de trazo firme, hecho
con el lápiz gordo, abandonado sobre el tablero con la orden de: “Construyan
esto. No se necesitan planos de detalles, nada de manierismos. Esto es todo.
Las cuatro patas de hormigón armado van de bermelho y el volumen neutro y
hermético colgado allá arriba tratará de contener a Hans Memling, Cezzane,
Modigliani, Van Gogh, Monet, Rafael, Manet, Bosch, Lautrec, Degas y el Greco.”
Síntesis,
firmeza y grandilocuencia.
Un
ascensor vidriado nos eleva desde el terreno abierto, haciéndonos penetrar a un
espacio interior único, con el recorrido organizado solamente por la panelería,
que sirve para sostener los cuadros que no se ordenan cronológicamente. Aquí, a
las sensaciones espaciales, se suma el placer visual de disfrutar en vivo las
obras que vimos en los libros.
De
nuevo al ascensor que nos devuelve al nivel de la calle, donde espera el
espacio público, liberado por mandato del postulado moderno y el donante del
terreno, para no interrumpir las visuales del paisaje.
Y
cuando parece que esto fuera todo, aparece el agujero de la escalera que invita
a los curiosos a mirar que hay debajo del pavimento. Siempre la sugerencia, el
estímulo de la proyectista a recorrer, a recrear los espacios pensados e
inacabados. Lina necesita del visitante para completar su obra. Es todo
insinuación, nunca la exhibición total. Las vueltas, los descensos, los
contrastes, el pasaje de la penumbra a la luz, las antesalas, los cambios de
escala, todo es un vértigo constante entre el recato y la exhuberancia.
Bajo
del atrio, se abre una sala luminosa donde las escaleras rampantes me
condujeron solamente a ver la bailarina de Degas y nada más. Mis ojos solo para
ella. Se dejó rodear y me olvidé de todo. Instante mágico de comunicación con
esa niña de catorce años que me recordó que ya nos habíamos visto en otro museo.
No importaba nada más, esto fue único.
¡Cuánta
belleza¡ ¡Cuánta emoción!
Tuve
que salir a la plaza, buscando un espacio abierto para inspirar con fuerza,
recuperarme de la agitación estética y cruzar la Avenida Paulista para perderme en los jardines del parque Siqueira Campos.